Cuando entra el sol a media mañana a mi concina toda blanca, atravesando las paredes de cristal del otro lado de la casa, la luz como de hivernadero explota contenida, rebotando contra los mármoles y las racholas.
Es el único momento en que igual que en un remanso, el explendor del día, se queda arrebujado durante unos instantes antes de escapar entre las columnas de la galería, por el otro lado. Durante ese instante el resplandor murmura y se puede oir su silencio.
Hasta el vapor del te que escapa de la taza que mira impasible la tetera que le habla, se arremolina entre los surcos de luz reflejada y de sombras ilumninadas. Hace coros con el gorgoteo hasta que el te desborda la taza por la mano despistada en un suave beso, desrrochando su pasión sobre el mármol blanco de su descanso.
La campanilla llama al despertar ya tardio, sonando con un badajo de cuchara. Contrapunto al eco de los pájaros que se mecen entre los últimos dorados del otoño, tras el vallado del edificio contiguo.
Un ronroneo imperceptible se pasea suave entre mis pasos cuando busco el azucar. Me detengo un instante como la luz a mi alrededor, para escuchar su solo del roce contra mis zapatillas. Felino de otoño con luces y sobras de atardecer sobre su espalda.
Y me quedo unos segundos más sosteniendo mi caliz de despertar líquido, sintética, rodeada y estática como la luz que me susurra y me besa cuando escapa.